Comentario
La transformación de España en el terreno económico no se puede disociar de ninguna manera de un cambio que ha tenido lugar al mismo tiempo en la sociedad. Esta afirmación no sólo vale para la etapa socialista sino también para la anterior de la UCD porque, en realidad, en este aspecto, como en tantos otros, la obra de los socialistas en el poder ha sido mucho más de continuidad con el pasado que de ruptura con él.
Sin duda gran parte de los cambios acontecidos en la Historia reciente española deriva del crecimiento económico o se relaciona con él. Ha sido éste, por ejemplo, el que ha permitido que la cuantía de las pensiones pasara en la década 1982-1992 de uno a cinco billones de pesetas, que se crearan casi un millón y medio de puestos escolares o que el gasto social se multiplicara por más de tres. Decía Aristóteles que las democracias suelen fundamentarse en sociedades igualitarias y esta afirmación tiene especial sentido en el caso de la España reciente, siempre que se tenga en cuenta que esa tendencia igualitaria data de 1977 y no de 1982.
Un rasgo muy característico de la España de la época de la transición es que ha llegado a lo que podría denominarse como una etapa de estancamiento demográfico, de tal manera que puede preverse que los casi 40 millones de habitantes que tiene en la actualidad no serán superados en mucho tiempo o no lo serán en absoluto. Procesos demográficos semejantes han acontecido en otras latitudes, pero el caso español tiene un rasgo muy peculiar que deriva de la rapidez con la que se ha producido el suceso. La disminución de la tasa de fecundidad ha sido tal que ha pasado de 2,8 hijos por matrimonio en 1960 a 1,3 en 1990, convirtiéndose en la más baja de Europa con la excepción de Italia; todavía no se ha producido un fenómeno de recuperación que ya ha tenido lugar en otros países como Suecia. En España se da la coincidencia de que hay muchos jóvenes porque el crecimiento demográfico hasta 1974 fue relativamente alto, pero al mismo tiempo empieza a haber una creciente población de edad avanzada. De ahí derivan problemas sociales graves a medio plazo en el mercado de trabajo y en las pensiones.
Si en ese punto la evolución española, aunque problemática, resulta un testimonio evidente de modernización, algo parecido puede decirse respecto al papel de la mujer en la sociedad. Los años de la transición han sido los de la masiva llegada de la mano de obra femenina al trabajo, de forma que de una tasa de actividad del 27% se ha pasado al 33% aunque todavía las cifras españolas están por debajo del 41% europeo. Hay profesiones enteras (como la de juez) que se han femineizado. Tal conquista se ha realizado a pesar de que la mujer ha tenido en su contra el hecho de que en tiempo de crisis económica la actitud social generalizada ha consistido en dificultar el aumento en la tasa de ocupación femenina.
Del incremento en los gastos del Estado en el bienestar social quizá el impacto más considerable se ha producido en educación, por más que se haya producido una difusión generalizada de la atención sanitaria. Un ejemplo bastará para percibir el cambio decisivo que se ha producido en el transcurso de un corto espacio de tiempo: de acuerdo con el censo de 1981 más de la mitad de los españoles mayores de sesenta y cinco años eran analfabetos o carecían por completo de estudios, mientras que en su totalidad, los menores de quince estaban escolarizados. En materia educativa se plantea un grave problema de calidad, pero la difusión de la enseñanza elemental e incluso la secundaria constituye una característica esencial e irreversible de la España reciente.
Todos estos rasgos parecen coincidir en mostrar a la sociedad española como sujeta a un proceso de rápida modernización. Este diagnóstico es, sin duda, cierto pero debe ser contrapesado constatando al mismo tiempo otras dos realidades. En primer lugar no cabe la menor duda de que la distancia entre la sociedad española y la europea sigue siendo importante. Por otro lado, así como en aspectos cuantitativos y materiales la identificación es cada vez mayor, respecto a los valores se mantiene una cierta distancia.
La sociedad española, por ejemplo, daba la sensación de estar, a comienzos de los ochenta, poco sedimentada en sus ideas y creencias. Resulta, por ejemplo, evidente que se ha experimentado un proceso de secularización aunque quizá con menor profundidad de la que habitualmente se piensa. Se ha triplicado el número de católicos no practicantes mientras que el porcentaje de los que se declaran agnósticos o ateos sigue siendo inferior al 10%. Lo característico es que este vaciamiento en cuanto a opiniones y a fundamentación del modo de vida no ha sido sustituido por nada nuevo. Da la sensación de que en ella hay una cierta anomia, como si se hubieran liquidado las formas de comportamiento del pasado sin haberlas sustituido por otras nuevas.
Ese rasgo, además, resulta válido para la sociedad española en los términos más generales. Los españoles siguen siendo poco tolerantes, escasamente informados y no están vertebrados por la pertenencia a un asociacionismo voluntario, rasgos todos ellos propios de una sociedad democrática. Los valores de la seguridad material y una cierta actitud cínica, despreciativa de cualquier tipo de moral social caracterizan a la sociedad española en un momento en que la sociedad occidental camina precisamente hacia unos valores posmaterialistas, más allá de los de la civilización de consumo. Quizá esos rasgos son, en definitiva, una consecuencia del propio proceso de transición que ha vivido la sociedad española.